El concierto empezaría en 2 horas. Para variar logré que todos lleguen a la hora indicada por el afiche, aunque bien en el fondo sabía que los conciertos en Lima nunca empiezan a la hora indicada.
Luego de las respectivas puteadas por parte de los integrantes del grupo, pues había interrumpido partidos de fútbol, salidas con sus enamoradas o simplemente llegaron temprano por las puras; salimos del local para buscar el siempre bien recibido traguito pre-concierto.
Caminamos en manda, hicimos la chancha en manada, peleamos por la decisión sobre lo que tomaríamos en manada y por último nos fuimos hacia la calle del frente felices, sin pelear, simplemente con las ansias de empezar a tomar y rotar los vasitos que nos empilarian para dar un buen concierto.
Por lo general tocamos en sitios a los que nuestros amigos mas cercanos no suelen ir; pero ese día el concierto era en miraflores, en el conocido y recorridísimo bowling de miraflores, el eterno apañador de tiradas de pera, de debuts taquísticos, cigarrísticos y cervecísticos, el lugar donde nuestros amigos; que no eran tan amigos para perseguirnos a los olivos, cailloma o villa el salvador; si se atreverían a ir.
Dicho y hecho, no pasaron más de 20 minutos para encontrarnos rodeados de una mancha de más o menos 20 personas. La euforia de ver a algunos patas que no veíamos en tiempo, hacia que las billeteras vomiten los últimos soles que teníamos guardados para comprar más trago.
Todos conversábamos felices y todos éramos amigos. Incluso aparecieron los amigos quienes pensábamos que era imposible que algún día nos vayan a ver. Los vasitos daban vueltas cual reloj suizo, a un ritmo casi perfecto y barriendo completamente el circulo alcoholizando a todos y cada uno de los participantes de la fiesta pre-concierto.
Cuando ya faltaba poco para el comienzo del concierto, el organizador cruzó la pista y nos pidió que por favor bajáramos al local porque la policía, que ya rondaba desde hace unos minutos, lo había amenazado con cancelar el concierto si es que al frente seguían “libando alcohol en la vía publica”, esa tan conocida frase usada por los policías a las afueras de los conciertos limeños.
Nos organizamos y emprendimos la caminata al local. A pesar de no ser más de 20, el laberinto parecía el de una procesión. Siempre con el trago la gente sube los decibeles de la voz, comienzan a gritar, a hacer escándalo, a pararse en medio de las pistas y bajarse el pantalón para que los autos paren de repente, etc., y algunos de los muchachos ya estaban en ese nivel.
Cuando llegamos al local, los del grupo recogimos nuestros instrumentos y nos fuimos cerca del escenario a cobrar nuestra recompensa por tocar, que era una deliciosa y refrescante caja de cerveza; mientras nuestros amigos se iban repartiendo en las mesas y haciendo alboroto lejos de nosotros.
Del concierto recuerdo poco, no tengo ni la menor idea de las canciones que tocamos, ni si sonó bien o mal. Al terminar el concierto, bajamos y seguimos tomando con nuestros amigos, la fiesta interminable del alcohol, a la cual le faltaba un final infeliz, porque no todas las fiestas tienen un final feliz.
Al salir del local, pues nos dirigíamos a seguir “libando alcohol en la vía publica”, un amigo tan sano cual cura de iglesia se ofreció a llevarse mi guitarra para que no me estorbe, a lo que respondí que no, que nadie me separaría de mi querida Mafalda, y que no me estorbaba, que mas bien me acompañaba.
Terminada la discusión, un grupo se fue a sus casas y otro grupo nos fuimos a seguir buscando una tienda donde vendan trago. Caminamos bastantes kilómetros hasta encontrar un grifo donde encontramos por fin algo que tomar.
La policía nos botó de varias esquinas, pero nosotros fieles a nuestra botella seguimos caminando y parando en diferentes esquinas, pues al final, en lima esquinas sobran.
Terminamos tomando en el paradero de la vía del medio de la Vía Expresa, abajo donde pasan los micros gigantes y amarillos, y donde alguna ves pasaron los gusanitos tan divertidos.
La noche avanzaba, las botellas se iban acabando, levantamos a los dormidos y caminamos un rato por ahí hasta poder tomar un taxi que nos lleve a nuestros destinos.
La ruta en el taxi se hizo larga. Uno a uno fuimos dejando a todos en su casa y finalmente nos dirigíamos a la mía, cansadísimo, borrachísimo, esperando solo llegar a mi cama para dormir mil horas.
Entre sin hacer mucho ruido a mi casa. Camine despacito por el pasadizo frente al cuarto de mis padres, llegue a mi habitación y sin cambiarme me metí a la cama.
A las once de la mañana desperté. Mientras estaba sentado en mi cama metí las manos en mis bolsillos porque hacia un poco de frío. En uno de los bolsillos encontré una carta.
Trate de recordar de quien podría ser hasta que lo recordé. Una amiga me la había dado porque otra amiga en común, que se fue de viaje hace mucho, se la mando a ella por que no recordaba mi dirección.
Empecé a leerla emocionado. Empezó con la típica de contarme su nueva vida, de darme su dirección para que le escriba y terminaba con un montón de preguntas, entre ellas, una sobre mi guitarra, mi tan querida y preciada Mafalda.
Al leer esa pregunta sentí un escalofrió. Me levante y trate de salir de mi cuarto pero me caí, fue cuando me di cuenta que todavía seguía borracho. Camine rápidamente hasta la sala y busqué en el mueble donde siempre dejaba mi guitarra pero no la encontré.
En ese momento el escalofrió se convirtió en una tembladera incontrolable. Recorrí todos los rincones de mi casa buscando a mi Mafalda. Busqué hasta en lugares que eran casi estúpidos como adentro de la chimenea, la ducha del baño de visita o sacando tierra de la maceta. Cabe tener en cuenta que como dije hace rato, seguía borracho.
Ya cuando me estaba dando por vencido salio mi madre de su cuarto. Me encontró llorando sentado en el piso de la sala. Se alarmo porque pensó que había pasado algo grave y se acerco corriendo a mí. Me abrazo y rápidamente me soltó porque el olor a trago era insoportable. Me preguntaba por que lloraba y yo no respondía, estaba seguro que se molestaría.
Me volteé a mirarla y le dije: “Deje a Mafalda en el taxi”. En ese momento empezó a gritar y maldecir por mi irresponsabilidad, o bueno, al menos yo creo que era eso sobre lo que gritaba por que en realidad no entendía nada, la borrachera se me iba desapareciendo de a poquitos y me senté a llorar en la escalera de entrada de la casa. Lloré y lloré hasta que me dormí.
Me desperté como a las tres de la tarde. Llamé a mis amigos para ver si es que alguien de casualidad se había llevado mi guitarra, pero bien en el fondo sabía que la había dejado en el taxi. Baje a la esquina de mi casa y me quede sentado en la vereda, esperando que el taxista regrese y me devuelva mi guitarra.
Anocheció y llego el guachimán. Se sentó a mi lado y me acompaño hasta la media noche. A esa hora me dijo: “Cholito, ya anda a tu casa, si es que el taxista aparece yo le pido tu guitarra y te toco el timbre”. Decidí creerle en ese momento, aunque sabia que nunca regresaría. Mientras subía las escaleras llore un poquito de nuevo.
A la mañana siguiente baje con una ligera esperanza de que el guachimán tenga mi guitarra, pero nada. Aun ahora después de algunos meses, paso por la caseta del guachimán mirando si adentro esta mi guitarra que el taxista vino a devolver cuando salí de mi casa.