lunes, 19 de noviembre de 2007

Don Jesú y sus conejos



Don Jesús siempre fue un buen hombre hasta el día que dejo de serlo. El Jésu, como le decían todos por la calle, salía cual sol por las mañanas a comprar el pan en la panadería de la esquina. Siempre bien abrigado con un casacón térmico, una boina que le cubría el poco pelo que le quedaba y las medias de lana que usaba con sus pantuflas.



El primero en recibir su saludo era el señor Juan, el eterno vigilante de la calle que vio mis primeros y torpes pasos, y que en algunas madrugadas aun los ve, pero ahora afectados por alguna cerveza. El breve intercambio de palabras era interrumpido por el apuro que tenia Jésu por ir a la panadería, pues siempre quería llegar a la hora que salga el pan caliente, para poder llevárselos a la señora Ruth, su esposa y compañera por mas de treinta años.



Durante muchos años, mientras viví en la casa de mi abuela, Don Jesú me pareció una persona agradable. Siempre sonriéndoles a todas las personas, saludando a quien se cruce en su camino, preguntándome mil veces como me iba en el colegio o si había metido algún gol en el recreo.
Las misas del domingo, en esas épocas que yo era torturado para ir, siempre el mas animado en cantar era él, “el hombre de los conejitos” como le decíamos con mis amigos porque siempre tenia conejos en su casa, que en un principios pensábamos que era uno solo, pero luego vimos que siempre tenia nuevos.



Pasaron un par de años y me mude de la casa de mi abuela. En realidad ese acto de mudarse y tener que dejar todo un “mundo” atrás para mi no fue tan pesado, porque lo único que hicimos fue mover nuestras cosas al edificio que estaba al costado de la casa de mi abuela, exactamente al frente de la casa de don Jesú.



Vivir en un cuarto piso era un cambio radical desde el comparar la vista que teníamos de la ventana, hasta el hecho de tener que subir todos los días cuatro pisos porque no había ascensor. La casa nos había recibido bien, era muy cómoda, con habitaciones espaciosas, una gran sala, un comedor bonito y lo más importante: grandes ventanas para poder ver todo alrededor.



En un principio las ventanas solo servían para dejar entrar al sol o viento, hasta que un día, mirando y fisgoneando las casas vecinas descubrí un hecho que tiro por los suelos toda la reputación de don Jesú, al menos para mi así fue. El señor de los conejitos, el gran cantante de canciones de iglesia que siempre se rajaba las vestiduras por lo moral y que se quejaba de cómo la juventud se había convertido en una sarta de violentos y locos, revelo su identidad frente a mis ojos.



Una mañana muy temprano, casi cuando recién acababa de salir el sol, escuche un leve quejido. Mire por la ventana de mi cuarto y al no lograr observar algo me acosté de nuevo. La segunda vez que escuche el quejido me desperté y caminé hacia la sala. Por algún momento pensé que podría ser dentro de mi casa, pero al peinar todo el territorio hogareño matutino y no hallar respuesta, me dirigí a la ventana.



Al ver la azotea de la casa de don Jésu el leve quejido que escuchaba comenzó a escucharse cada vez más y mas fuerte hasta aturdirme y hacerme cerrar los ojos. Jésu, con un cuchillo en sus manos, cortaba el cuello de uno de los conejos con los que siempre lo veíamos en el jardincito de su casa, uno de sus conejitos, los culpables de que le digamos el señor de los conejitos.



Cuando deje de escuchar el quejido, nuevamente mire la ahora azotea maldita para mi. Estaba don Jésu feliz, fumando un cigarro, con el conejo muerto en una mesa a su lado y con la piel de varios mas colgados en el cordel de la ropa. Las gotas de sangre chorreando, teñían su piso de hipocresía, la misma hipocresía con la que decía ser vegetariano y nos recomendaba cuidar a nuestros perros porque los animales son iguales que nosotros y además son nuestros mejores amigos.



Lo odie desde ese día. Nunca más lo salude en la calle. Muchas mañanas después seguí escuchando esos quejidos. Algunas veces incluso me dolían a mí o fueron causante de fastidiosas noches de pesadillas.



Unos meses después, una mañana me desperté con otro tipo de quejidos. Esta ves eran los gritos de Doña Ruth, quien lloraba en el jardín del frente de su casa junto al cuerpo de Don Jesú. Él, muerto, tieso, frío, con un cuchillo ensangrentado en la mano, no se movía.



Baje con mi madre a ver lo que había ocurrido. Don Jesú había caído desde el tercer piso de su casa y con el cuchillo que tenia en la mano se había cortado un poco el estomago. Doña Ruth seguía llorando a su lado, con sus manos de sangre, sin consuelo alguno posible. Llego la policía.



En la azotea maldita encontraron un conejo con la pata rota, al parecer, Don Jesú lo habría pisado y se habría tropezado, cayendo y sobrepasando el pequeño muro que tenia el tercer piso de su casa, hasta llegar al jardín con todo el peso de la gravedad.



Una semana después, doña Ruth al verme pasar, me regalo el conejito con la pata rota. No lo quería tener porque le hacia recordar a su esposo. Lo conserve conmigo y le puse de nombre “vengador”, porque considero que el vengó la muerte de todos sus hermanos conejos haciendo tropezar a don Jesú.



Algunas veces, y de manera incomprensible todavía para mi porque un conejo no creo que pueda saltar un metro , lo encuentro en la ventana de la sala, mirando la azotea maldita, donde hizo tropezar al asesino de conejos, y de donde pudo salir vivo a diferencia de sus hermanos.

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