martes, 20 de mayo de 2008

Sin título


El timbre sonaba incesantemente. Afuera de mi casa, Julio y Manuel caminaban y saltaban entusiasmados, excitadísimos, al borde del delirio, cual niños hiperactivos después de haber comido kilos y kilos de chocolates. Miré por la ventana de mi cuarto y les hice una seña para indicarles que salía en unos minutos.

Ya listo, pase por el cuarto de mi madre para despedirme y pedirle algo de dinero. Ella me dijo que esta vez no podría darme la misma cantidad que siempre, por lo que me molesté y empezamos a discutir. A pesar de estar peleando, note que estaba cabizbaja y triste mientras intentaba gritar para que la entienda.

Al verla así y darme cuenta de la estúpida reacción que tuve, me sentí un poco tonto y me senté a su lado. Ella, entre lágrimas y disculpas, me contó que a mi padre lo habían despedido esa semana, que por tener casi sesenta años era difícil que lo contraten en cualquier otro sitio y que no era que no me quisiera dar dinero, sino que tenían que cuidar lo que había en estos momentos porque posiblemente después nos haría falta.

Nos abrazamos un rato y decidí no hacer problemas. Cuando le pregunté por mi papá no supo que responder, simplemente dijo que hace días que salía y estaba consiguiendo dinero aunque ella ignoraba el cómo. En ese momento no le preste mucha importancia a lo que dijo y al ver el reloj sólo atiné en apurarme para salir. Me despedí una vez más y bajé las escaleras mientras mis dos orates amigos prácticamente violaban el timbre.

Al salir, Julio y Manuel estaban hechos unos locos. Su alegría desbordante se adormeció unos instantes al ver mi cara no tan entusiasta como la de ellos en ese momento. Me preguntaron si estaba bien, pero como los conocía poco tiempo pues recién estudiábamos juntos un par de meses, decidí no contarles nada y responder con un simple “estoy bien” y olvidar el asunto de golpe.

Llevando la procesión por dentro, caminamos como quince cuadras riendo y recordando todas las palomilladas que hacíamos durante la semana en la pre y, sobretodo, a la salida de ella.

Reímos de las veces que el señor que vendía sanguches afuera de la academia renegaba porque tirábamos piedras en la parrilla de su carrito sanguchero, de las veces que los profesores cancelaban clases porque reventábamos bombitas apestosas en el tacho de la basura o de las veces que tomábamos taxis para darles direcciones falsas y hacer taxi-fuga.

Miramos el reloj de nuevo y ya era hora de tomar un taxi para ir a la fiesta que tanto habíamos esperado durante toda la semana. Ellos seguían exageradamente entusiasmados, mientras yo, de rato en rato, pensaba en lo que me había contado mi madre. Me quedé parado en una esquina mirando un poste de luz, cuando Manuel de un grito me hizo entrar en razón y comencé a correr hacia el taxi que acababan de tomar.

Ya trepados en el asiento trasero del taxi, ellos comenzaron a hacer escándalo y fastidiar al taxista como era costumbre cada vez que subíamos a uno. Yo, sumamente distraído, apenas subí al auto pegué mi cara contra la ventana y me quede mirando como pasaban y pasaban los postes de la calle, con sus intensas luces casi anaranjadas, interrumpiendo por momentos el bullicio al interior del taxi.

Manuel y Julio la hacían todo tipo de preguntas indecentes al taxista. Estaba seguro que el señor estaba molestísimo porque ya nos habían bajado varias veces de taxis por hacer lo mismo. Apoyado en la ventana y aun viendo los postes ir corriendo hacia atrás nuestro, sentí un olor familiar, conocido, ya lo había sentido antes, no sabía donde pero estaba seguro que lo había sentido.

Cerré los ojos para tratar de recordar donde posiblemente había sentido ese olor cuando, de un codazo, Julio me hizo salir del ostracismo en el que había estado hasta ese momento y empezó a preguntar por qué estaba así, si es que me sentía mal o qué es lo que tenia porque actuaba muy diferente a lo que siempre estaban acostumbrados a ver.

Decidí olvidar por un momento los problemas, aunque en realidad estaba muy perturbado con lo que ocurría en mi casa. Mire por primera ves dentro del taxi y vi a Manuel y Julio tirándole papelitos al taxista, fastidiándolo, y el señor, sin hacer nada, sin voltearse, sin reaccionar. El gorro que llevaba no dejaba que se le vea el rostro. Me tiré un poco hacia adelante y lo único que pude ver fue su ojo derecho por el espejo retrovisor. Un ojo triste, avergonzado, apenado de ver lo que veía, de saber que por tener que trabajar de taxista, de repente tenia que aguantar el abuso por parte de estos muchachos malcriados.

Vi que me miró a los ojos y me sentí muy mal. Me senté hacia atrás en el asiento y trate de detenerlos pero no lo hicieron, es mas, me terminaron convenciendo de hacer los mismo que ellos y lo hice. Todo esto sin dejar de sentir la mirada de ese ojo derecho en ese espejo retrovisor. Comencé a tirar papeles igual que ellos, empecé a hacer preguntas sumamente incomodas, pateamos el respaldar del asiento muchas veces y no había reacción.

La conciencia me peso, me sentía mal, sentía que todo esto ocurría en cámara lenta; sin embargo lo seguía haciendo. Llegamos al lugar que habíamos pactado con el taxista y al grito de “taxi fuga”, bajamos corriendo sin pensarlo un segundo.

Después de cinco o seis pasos, en un pestañeo recordé donde había sentido el olor que había dentro del taxi. Me quede paralizado y giré la cabeza hacia la esquina donde el taxi aun estaba detenido.

Incrédulo observé ese carro en el que tantas veces paseé con toda mi familia. Caminé hacia el. Me asomé por la ventana y sentado frente al timón vi a mi padre.

sábado, 10 de mayo de 2008

Nunca te mueras II

Llegar y encontrarla por segundo día recostada en el mueble me parecía completamente raro; sin embargo ahí la encontré esa tarde, sentada en el mueble, con los pies encima de una silla, con una manta cubriéndole la barriga que decía que le dolía.


En un cuarto de siglo de verla, son pocas las veces que la he visto rendida en un mueble, cama o silla, recostada sin hacer nada. Me quedé a su lado viendo la tele, era el programa de Lorena en el siete, del que religiosamente esperaba la secuencia de cocina para grabarla.


Mis tías conversaban y de rato en rato yo participaba en la conversación. No entendía muy bien donde estaba lo difícil de tomar la decisión de llevarla a la clínica en ese momento. Cuando quería decirles eso, escuchaba a mi abuela quejarse de nuevo y me acercaba a ella, trataba de levantarse alegando que no le dolía nada, que no quería ir al doctor, pero ni juntando todas sus fuerzas lograba sentarse bien.


A pesar de sus molestias, reniegos y mas de una decena de lisuras, lograron cambiarla y de pronto estábamos sentados en el asiento trasero del auto, ella quejándose, yo tomándole la mano, mi tía tratando de llegar lo mas rápido posible y nuevamente las quejas de un dolor que según mi abuela no existía, y por el que no nos debíamos preocupar.


Todo el camino mi abuela renegó, no quería ir al doctor, decía que no le dolía, aunque su cara y sus gestos demostraban todo lo contrario. Con mucho cuidado la llevamos a la sala de emergencia de la clínica.


Yo me quede con ella, en esa especie de cuarto con paredes de tela, sosteniéndole la mano, escuchándola quejarse y respondiéndole que no le iba a pasar nada cada ves que me preguntaba que le iba a pasar. Al costado mis tías hablaban con el doctor, que les decía que lo más probable era que tenga una apendicitis, y de ser así, necesitaba una operación urgente.


Luego de decirles eso, comenzaron las explicaciones de los riesgos sobre su edad avanzada, las complicaciones que podría tener por esa razón, que había la probabilidad de que no resista la operación y quede ahí nomás.


Por una rendija de las paredes de tela observaba las caras de mis tías y estaban petrificadas, mi abuela me preguntaba si le iban a hacer algo y yo, aguantándome las ganas de llorar, le decía que no se preocupara, que en un rato ya nos iríamos a la casa. Mi abuela nuevamente se quejaba y seguía ahí tendida en la camilla, en ese cuarto de paredes de tela celesta, con el cuadro de la enfermera pidiendo silencio en la pared.


En ese momento llegó mi mamá y mi tío, su hermano. Ella conversó con mis tías y automáticamente entro llorando al cuarto con paredes de tela celeste en el que me encontraba con mi abuela. La boté de ahí. Mi abuela me preguntaba por qué lloraba mi mamá y le dije que no estaba llorando, que justo la llamaron por el celular y que salió rápido nomás.


Nuevamente me aguanté las ganas de llorar; mientras escuchaba que afuera mis tías se negaban a operar a mi abuela y desesperadamente buscaban una segunda opinión. Mire de nuevo por la rendija de las paredes celestes de tela del cuarto donde mi abuela me daba la mano, y vi a mi tío sentado, pensativo, escuchando lo que decía el doctor, escuchando que esa operación era muy riesgosa en una persona de la edad de mi abuela.
En ese momento mi abuela me jalo la mano y me dijo:”Oye, no dejes que me hagan nada, me dan miedo las operaciones”. La besé en la frente y le dije que no se preocupara, que ya dentro de un rato nos iríamos a la casa. Luego giré mi cabeza hacia el cuadro con la enfermera que pedía silencio y me sequé las lágrimas aguantándome de nuevo las ganas de llorar.


Llegó el segundo doctor, uno que ya había operado a mi tía, entro al cuarto, reviso a mi abuela y en unos segundos diagnosticó lo que ya había dicho el doctor anterior, y recomendó la misma operación, con la misma urgencia y con la misma advertencia del riesgo que corría la abuela por su avanzada edad.


Mi madre lloraba, mis tías no se decidían, mi tío no atinaba a hacer nada. Mi abuela me pedía entre quejas que la llevé a casa y, con engaños, la metimos al carro para llevarla a la clínica donde sería la operación.


Al llegar mi abuela me dijo:” ¿Me van a operar, no?”, y yo le respondí que si, que era por su bien. Ella me comento de nuevo que tenía miedo y mientras la sentaba en la silla de ruedas que la llevaría a la sala de operaciones, sentí como me agarró fuerte la mano. Me aguanté de nuevo las ganas de llorar.


Las dos horas siguientes fueron interminables. Caminé mil veces la sala de espera. En un sillón mi madre lloraba, mis tías no reaccionaban y mi tío seguía inmóvil. Me senté al lado de mi mamá y la abracé, ella lloró mas fuerte aun, yo me contuve las ganas de llorar y la seguí abrazando, como si con ese abrazo pudiera aliviarle en algún grado el dolor.


El doctor salió y dijo que no había nada de que preocuparnos, que la operación había salido bien y que en ese momento mi abuela dormía, que lo mejor era que regresemos al día siguiente.


En el carro camino a casa nadie habló.


Esa noche llegué a mi casa, entré a mi cuarto, apagué la luz y no me pude aguantar mas las ganas. Me tiré en mi cama a llorar. Me acordé de todas las veces que, en juegos, he hablado de la muerte y decía estar preparado para ella, y me di cuenta que posiblemente si estaba preparado para mí muerte; pero, quizás, no estaba preparado para la de mi abuela.
Feliz día de las mamaces a los que lean esto, saluden a sus mamaces, yo lo hare con todas las mamás que he tenido desde que nací, la mía, mis dos abuelas, mi bisabuela, mi madrina, tías, amigas que me cuidan como su hijo, vecinas que me cargaron de niño, etc.

jueves, 1 de mayo de 2008

Friday, i'm in love.

Nos reencontramos un viernes después de varios meses. Nos sentamos en una esquina con mucho ruido ambiental, sin mucho tino para hablar, con pocas cosas que decir; más que nada, frases sueltas y preguntas tontas que reflejaban lo difícil del momento.

Me mirabas a escondidas, como yo a ti. Ninguno intentaba empezar la conversación, creo que los dos nos asustaba lo que podíamos decir. El silencio incómodo nos había atrapado, nos abrazaba, estaba completamente alrededor nuestro a pesar del ruido de la calle. El no decirnos nada era más fuerte.

Cuando decidí romper el silencio, un auto que pasaba frente a nosotros se me adelantó. Por sus ventanas se escuchaba a todo volumen una canción de The Cure, “Friday i’m in love” precisamente. Fue entonces cuando me miraste y dijiste:” ¿Te acuerdas?”

En ese momento mi mente se fue a unos meses antes, a esas noches de sargento y de abundante cerveza, de bailar como un robot ebrio entre tanta gente a la que no le importa quien eres; y ahí te encontré.

Recuerdo que bailamos, bebimos, bailamos de nuevo y bebimos más aun. Tus amigas se quedaron por ahí, en algún rincón oscuro y bullicioso, esperando que regreses de hablar conmigo, cosa que no hiciste nunca esa noche. Mis amigos me putearon varias horas esperando que regrese de comprar las cervezas que tenia que llevarles cuando me encontré contigo y nunca mas los fui a buscar.

Entramos al sargento un jueves y salimos de ahí un viernes, horas después de entrar, minutos después de escondernos de nuestros amigos que nos buscaban adentro, segundos antes de robarte un primer beso en la puerta e irnos corriendo.

Caminamos mucho esa noche, con la luna de testigo, amaneciendo con ese viernes, gastando sin sentido las suelas de nuestras zapatillas por ese malecón. Tu celular no paraba de sonar y vibrar, y cada vez que lo hacia, sonaba esa canción de The Cure, ese “Friday i’m in love” y te besaba.

Cerca de las cinco de la mañana, cuando tu celular estaba exhausto por cantar la misma canción, te pregunte: “¿no vas a contestar?”. Tú sacaste el celular de tu bolsillo, lo miraste, me miraste a los ojos y dijiste:”No. Is Friday, i’m in love”. En ese momento lanzaste tu celular por el malecón y me besaste.

Yo simplemente te amé.

Los siguientes viernes durante unos cuantos meses fueron igual de divertidos.

Sonreí y ese recuerdo había acabado. Estábamos nuevamente en esa esquina y el auto en el que sonaba esa canción a todo volumen ya se había ido. Te miré y aun sonreías.

Conversamos un rato y me contaste lo mal que te iba en tu relación actual, recordabas como nos divertimos cuando andábamos juntos y nuevamente hablabas de tu presente con no tan buen semblante como cuando hablabas de nosotros. Te abracé y, aunque al principio no quisiste, al final te dejaste y es más, lo hiciste tú también.

Fue en ese abrazo en que te alejaste de mi y dijiste:”Me tengo que ir”, y fue en esa despedida en que sentí la mitad de tus labios en la mitad de mis labios, como la mitad de la luna que nos alumbraba la noche en que tiraste tu celular por ese malecón.

Con una sonrisa de esperanza, me senté en esa esquina viendo como cruzabas la pista y te subías al micro.

Con la misma sonrisa de esperanza, que en ese momento se convirtió en sonrisa de resignación, revisé el mensaje que me acababas de mandar desde el micro y que decía
:”lo siento, no puedo hacerle esto a XXX. Perdón, no me hables más”

Borré el mensaje, borré tu número de mi celular y me di cuenta que ese viernes no era un “Friday, i’m in love"; sino que era un maldito viernes mas de alguna película sin final feliz y simplemente te odié.





Canción por Benchi. En su masticado y atrofiadamente fluido inglés.