lunes, 18 de febrero de 2008

El deseo entre dos pestañeos

I

Casi no veo nada, las lágrimas en mis ojos hacen todo borroso. Pestañeé fuerte y ya llevo dos horas sentado en esta esquina. Sólo espero, no tengo nada más que hacer. En cuanto pases, correré tras tuyo y recuperare mi hombría, aunque sea golpeándote por la espalda.


Estoy seguro que nadie, absolutamente nadie, olvidaría la remojada a la que fui sometido ese día. Si no estoy en un error, recuerdo que después de emborracharme y meter mi cabeza en la pileta, me pasearon por toda la avenida.

Esa noche, al llegar a mi casa, recién reaccioné. En el pantalón tenía un enorme hueco que incluso había roto mi calzoncillo, las mangas de mi camisa ya no estaban, y todo el pecho lo tenía mojado y sucio con barro del parque. Aunque no recuerdo muy bien lo que me hicieron hacer, no creí para nada cuando le pregunte y me respondió con un cínico “nada”.

La tarde pasaba y el frío se hacía sentir cada vez más. Decidí seguir esperando después de ir a mi casa a traerme una chompa. Al entrar, no había nadie, atravesé la sala e ingresé a mi cuarto. En el camino de regreso por la sala, mire el bar de reojo. Abrí una puertita, metí mi mano sin mirar, y saqué una botella de ron casi llena que me había quedado del fin de semana. Salí de la casa.

Ya eran cerca de las 9 de la noche. Supuse eso por que la señora Irma estaba cerrando su bodega, ya que acostumbraba dormir a las nueve y cuarto en punto. Por lo general cuando nos quedábamos conversando en la esquina, salía por su ventana y nos maldecía, o nos tiraba un baldazo de agua helada mientras su boca sin dientes expulsaba una sonora carcajada.

Yo seguía esperando en la esquina. El poco de miedo que me había empezado a entrar por la oscuridad de la noche, se había reducido mientras más sorbos de ron me zampaba. Justo estaba levantando la cabeza para mirar el foco apagado del poste, cuando a lo lejos observe que se acercaba Fidel, con su caminar lento como siempre y esa casaca verde que nunca se sacaba. Según yo, silencioso, trate de esconderme para que no me descubra.

En mi estado, que ya tenía casi toda la botella de ron en mis venas, pensé que sería divertido empujarlo y asustarlo en vez de pegarle; pero de un momento a otro me puse a pensar en todas las cosas que me pudo hacer mientras estaba borracho la otra noche, y empecé a ahogarme en un mar de ira.

Lo que iba a ser un grito para asustar, se convirtió en un salto contra su cuerpo. Al verlo en el suelo y bocabajo sin reacción, aproveche en retroceder, agarrar la botella de ron y reventársela en la cabeza. No contento con lo que hice, lo pateé hasta que deje de sentir mis piernas. Sentía sus costillas quebrarse al contacto con mis zapatillas.

Me quede ahí 10 minutos después de haberlo molido a golpes. El trago se me había bajado un poco aunque la adrenalina de aquel feroz ataque aun no me dejaba darme cuenta por completo de lo que había hecho. De pronto reaccioné y sólo atiné a salir corriendo.

Llegue a mi casa, cerré la puerta y lloré un rato. Fui velozmente al baño, prendí la luz y me mire al espejo. Me veía borroso, y eso fue en los dos segundos que me observé pues la vergüenza no me dejaba. Sentí culpa.
Con los ojos cerrados y lágrimas cayendo fui a mi cuarto, me cambie a oscuras, deje mi billetera en la mesita de noche y note que mi hermano no había llegado. Igual me metí en mis sabanas y me dormí. No estaba tan sano aun.


II

Abrí los ojos y me sentía muy pesado. Aun recordaba todo lo de anoche. Mire la cama de mi hermano y estaba tendida, como si no hubiera pasado la noche ahí.

Salí del cuarto, caminé por la sala y entre al comedor. Mi mamá no estaba preparando el desayuno, cosa que me pareció rara pero igual me senté. Cuando justo me había levantado para servirme algo de comer, sonó el timbre.

Abrí la puerta y me di con la sorpresa que el que había tocado era Fidel. Me asuste mucho pero el parecía estar muy tranquilo:

— ¿Dónde está tu hermano?—me preguntó
— No lo sé, no vino a dormir creo
— Bueno, dile a ese pendejo que no se olvide de devolverme mi casaca verde, chau.

En ese momento sentí como todo por dentro se me iba despedazando. Salí corriendo hasta la esquina donde ayer supuestamente había atacado a Fidel.

Al llegar vi en el piso una enorme mancha de sangre, pise los vidrios de la botella que yo había reventado en la cabeza de mi hermano y nuevamente las lagrimas, cada vez me iba sintiendo más pequeño, mas criminal, mas animal.

Corrí nuevamente hacia la casa. Al cruzar el parque, vi a Fidel golpeando a mi hermano, de un puñete lo tiró al piso y le gritó:

—Encima que te presto mi casaca dejas que te la roben, ¡eres un imbécil!!

Yo no atiné a defenderlo, solo corrí y me le tire encima. Lo abracé mientras los chicos se burlaban. Las lágrimas salían de mis ojos, y como el recuerdo de la noche anterior todo era borroso. Volví a pestañear fuerte y estaba en esa gran alfombra de jardín, con una flor en la mano.

La tire en ese pedazo de mármol con tu nombre escrito, me arrodillé y me puse a pensar en lo que hice. Hubiera deseado en realidad abrazarte en el parque mientras te golpeaban. Hubiera deseado que todo lo que imaginé sea verdad y no tener que venir a escondidas a tu tumba por que mamá no soporta verme.

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