- Porque nos podíamos sentar en el mueble de mi sala, un sábado cualquiera, a ver un partido y no ver ni un minuto. Con mi mano bajo tu polo y las tuyas perdiéndose entre los rulos de mi cabeza, adorando la pereza, escondidos en la leve luz del televisor.
- Porque caminábamos por esas calles llenas, pero vacías para nosotros. Recordando canciones que hablaban de lo mismo, que sonaban a viento fresco, como el sonido del mar al que nunca fuimos juntos, pero que juntos amamos, añoramos, idealizamos.
- Porque Lima siempre estuvo seria y sólo sonrió cuando llegaste tú y, logrando que yo sonriera también, la peinamos de norte a sur y de este a oeste, de día y noche incluyendo anocheceres y amaneceres, haciéndome sentir que la ploma ciudad era mi hogar, nuestro hogar.
- Porque decías quererme y, aunque me llamaras de mil formas diferentes, siempre sabía que esos nombres eran para mí, inventados por ti. Porque dejó de llamarse “tirarnos la pera” para ser un “pasar tiempo juntos”, tomados de las manos, con los labios entrelazados, disfrutando de algún silencio y miradas, tan calladas, tan armonizadas, tan inspiradas.
- Porque disfrutábamos de la música en vivo de los locales de esta gran ciudad, aprovechando los rincones oscuros de los mismos, viendo los cielos completamente estrellados, sumergiéndonos en botellas o, a veces, poniendo un pie fuera del límite de lo legal.
- Porque me hacías reír hasta cuando no había que hacerlo, burlándonos del defecto, riendo del muerto, sonriéndole al tuerto. Sentados en el sardinel de la pista con tu cabeza apoyada en mi hombro, con tu brazo y el mío entrelazados, mirando los carros pasar, esperando que caiga la noche y caminar, caminar como si no tuviéramos rumbo, pero sabiendo que al llegar a tu casa ese día iba a acabar.
- Porque te extrañaba cuando me iba y, al caminar retirándome de tu casa, el celular vibraba y sabía que eras tú, con una muestra de cariño, con alguna de las caritas que inventabas y nunca entendía, con algún buen deseo hasta el paradero, donde estaba seguro que llegaría el próximo mensaje.
- Porque nunca me exigiste que fuera lo que no quería ser, ni como parte de mi vida, ni por algún momento en ella; aunque conociéndote, hice los esfuerzos para que te sientas a gusto disfrutando las cosas que sabias que sólo hacia por ti.
- Porque prometiste quedarte y, aunque no lo hiciste, me divertí mucho contigo. Desde tus llamadas madrugadoras haciendo las de despertador, hasta la última llamada del día, muy tarde por la noche y que, por lo general, me despertaba para no dejarme dormir en horas, siendo las causantes de mi actual insomnio.
- Porque al irte me di cuenta que había vivido un sueño, y tal como lo dice su nombre: Los sueños, sueños son. La bebida que antes usábamos para divertirnos, hoy cambió de función y ahora es para olvidar. Las ilegalidades antes cometidas cambiaron su estado de “distracción” a “adicción”.
domingo, 20 de abril de 2008
Yo te quería porque...
jueves, 10 de abril de 2008
La Coca Cola y el Betamax
Coquita ya tenía trabajando en nuestra casa unas tres semanas. En realidad era poco lo que sabíamos de ella, fuera de que vivía con su padre y su hijo Betito. Siempre hablaba de su natal Yunguyo, un pueblo cerca de la frontera con Bolivia, desde donde vino años atrás a buscarse un futuro mejor en la capital.
Solía hablar mucho de su hijo mientras barría, cocinaba o planchaba; pero tenía la particularidad de no decirle Betito, sino “Betita”. Siempre que me sentaba a desayunar con ella en la cocina, empezaba con que “Betita esto” y “Betita el otro”. Recuerdo haberle preguntado un par de veces si Betita era hombre o mujer, sólo para sacarme la duda y, como siempre respondía que era un “hombrecito bien bandido”, ya me dedicaba a escuchar sus historias sin importar la “transexualidad” del nombre de su hijo.
Cierta vez también recuerdo haberle preguntado por su nombre, a lo que respondió que a su papá le gustaba como sonaba la palabra Coca, que lo había visto una vez escrito por ahí y que por eso se lo puso. Recordó entre lágrimas como ese nombre la hizo sufrir un poco en el colegio por la crueldad de los niños, por lo que prefirió que le digan Coquita y así se quedó.
Coquita era muy, si es que se le puede decir, inocente. Tenía veinticuatro años, su marido la había abandonado cuando se enteró que estaba embarazada y ahora tenía que mantener a su padre y su hijo que vivían con ella. Ese verano nos habíamos hecho, en lo que te permiten tres semanas de conocer a alguien, buenos amigos. Aunque me llevaba doce años, era divertido conversar con ella y escuchar sus historias sobre como era vivir en la sierra con frío extremo bajo cero, o sentarnos a ver el video versión completa que tenía de THRILLER de Michael Jackson para el Betamax.
Mi madre comenzó a sospechar de ella cuando le pidió su libreta electoral y no la quiso traer. Coquita alegó que le daba vergüenza su nombre y que esa era la verdadera razón para no traerla. Desde ese momento la relación con mi madre se resquebrajó pues no comprendía que alguien tenga tanta vergüenza de su nombre. En realidad no lo comprendía yo tampoco, pero después, sin querer queriendo como dice el chavo, descubriríamos la razón de su excesiva vergüenza.
Un viernes por la mañana, mientras mi madre y Coquita tomaban desayuno en la cocina, llamó Julio el técnico electricista. Me dijo que el Betamax que había dejado un par de días antes había muerto y que ya no podía hacer nada por arreglarlo. Colgué el teléfono y atiné a gritar por la escalera a mi madre que estaba en la cocina:”Mamá, llamó Julio y dice que el Betamax ha muerto”.
Cuando disponía a dormir de nuevo, escuche unos gritos abajo, luego un golpe y los gritos de mi mamá. Coquita se había desmayado y mi madre me gritaba que llamara de urgencia al doctor. En unos minutos llegó la ambulancia, la subieron a una camilla y se la llevaron. Con mi madre la seguimos en ese mismo instante hasta la clínica.
Cuando llegamos ya la habían sedado y estaba en una camilla de la sala de emergencia a donde pasamos para verla toda relajada y casi dormida a causa de la droga que le habían puesto. La observamos unos minutos y mi madre comenzó a contarme que se había asustado mucho y que antes de desmayarse había gritado algo referente a su hijo, que lloró un par de lagrimas y de ahí se desplomo. Me dijo que me quede acompañándola mientras ella llamaba por teléfono al padre de Coquita para que venga a la clínica.
Mi madre regresó y nos quedamos en silencio al costado de la cama, sin hablar, respirando despacito, estando entre somnolientos y alertas esperando que despierte. Casi una hora después en la recepción de la clínica empezó un escándalo que nos hizo salir a mirar lo que pasaba.
Era un señor que rodeado de enfermeras y guardias de seguridad gritaba que “quería su coca cola”, lo que nos hizo pensar que era un paciente de psiquiatría que se había escapado. A su lado un niño lloraba y le gritaba: “Abuelo, quiero ver a mi mamá”.
Los gritos duraron unos minutos más hasta que por fin entendieron lo que quería. Se trataba de don Julio, padre de Coquita, que en ese momento recién descubrimos que se llamaba en realidad Coca Cola. Al descubrir eso comencé a recordar las veces que me decía que prefería que le digan Coquita porque en el colegio los niños la fastidiaban mucho, o por qué no quiso darle a mi madre la libreta electoral para que no se entere de su verdadero nombre.
En seguida una enfermera los llevo a la cama donde Coca estaba descansado, que con tremendo escándalo, ya se había despertado. Apenas vio a Don Julio entrar al cuarto le preguntó por su hijo. En ese momento el niño que estaba parado al costado del señor que parecía paciente de psiquiatría prófugo en el pasillo, entró corriendo y se tiró sobre Coquita, Coca Cola en ese momento, y ella lo abrazó y le decía:”Betita, hijito, estas vivo”
Con mi madre nos quedamos estáticos mirando todo pues en realidad no entendíamos nada. Coquita nos comenzó a contar que en la mañana cuando escuchó lo que grité por la escalera, pensó que su hijo había muerto, que por eso se desmayó y siguió pidiendo perdón varias veces mientras seguía abrazando a su hijito.
Habían pasado como dos minutos de ese monólogo y seguíamos sin entender. Coquita repetía en todo momento la frase que dije en la mañana:”Mamá, llamó Julio y dice que el Betamax ha muerto” y seguía abrazando a su hijo. Cuando realmente se dio cuenta que no entendíamos nada de lo que ocurría ahí, se quedo callada y dijo:”Perdónenme, es que si no les presento, no van a entender. Señora… Luchito… les presento a mi papá Julio y a mi hijito Betamax, mi Betita”
Recién en ese momento comprendí porque cada vez que terminábamos de ver el video de THRILLER, ella dejaba la cajita del video encima del Betamax y le daba un besito.
Años después, encontré a Coquita en el parque cerca a mi casa. Perseguía a dos niños, uno era su hijo y el otro su sobrino. Sus nombres: Thriller (me imagino que salió del video que tantas veces la hice ver) y Estaguars (me imagino que a su hermana le gustó mucho esa película).
-0-
No encontré ni una canción referente a la historia, se aceptan sugerencias.
martes, 1 de abril de 2008
José sabía
Subí a la combi en el ovalo Higuereta. Regresaba de dar un paseo por Polvos Rosados y por las demás tiendas musicales hay en ese nuevo centro comercial en el ovalo.
Como hacía demasiado calor, abrí la ventana apenas me senté. Prendí el mp3 y comencé a escuchar música mirando por la ventana, jugando a detener el viento con mi mano, abriendo la boca para ver si podía secar mi lengua o haciendo cualquier cosa para que el viaje sea menos aburrido.
Por lo general en el micro no le hablo a nadie, es más, escucho música a un volumen exageradamente alto para no tener que escuchar a alguien que por ahí en el camino me quiera preguntar algo.
Otra cosa que suelo hacer, es sentarme recontra cómodo y estirado en los sitios de dos, para que la gente que quiera sentarse a mi lado, lo piense bien y no lo haga; sin embargo ese día no iba a pasar eso.
Cuando estaba de lo más tranquilo escuchando música, con la boca abierta en la ventana y esperando que se me seque la lengua, me tocaste el hombro y, por las señas que hacías, entendí que te sentarías a mi lado. Te quedé mirando y lo hice encantado. Te sentaste, me miraste y alzaste las cejas, sonreíste y te volteaste para mirar hacia delante. Yo me di cuenta que me había quedado mirándote, por lo que giré la cabeza rápidamente para que no te percates de mi embobada mirada.
A partir de ese momento se me hizo difícil no mirarte. Buscaba cualquier absurda razón para voltear y aunque sea verte por el rabillo del ojo. La dinámica era así: Yo volteaba “caleta” hacia ti, tú te dabas cuenta y me mirabas, yo pretendía no mirarte y giraba mi cabeza hacia el cobrador, tú nuevamente dirigías la cabeza hacia delante y con el rabillo del ojo seguía contemplándote.
Comencé a mirar nuevamente por la ventana. Mientras veía pasar los postes y carros, escuchaba al cobrador repetir mil veces los sitios que recorría su ruta y pensaba como hacer para mirarte sin que te des cuenta, me tocaste el hombro otra vez.
Te miré y me percaté que decías algo. Me saqué los audífonos y te escuche decir: “Es El viejo ¿no?, de La vela puerca”. Yo te miraba sin entender lo que decías y me quedé inmóvil. Tú tomaste uno de los audífonos que me acababa de quitar para escucharte y te lo pusiste en la oreja. Me miraste y dijiste: ”Ya ves, si es El Viejo”.
A partir de ese instante comenzamos a conversar. Mientras me contabas cuanto te gustaba el grupo y que justo un año antes fuiste a Argentina a verlos en concierto, yo babeaba mirándote y escuchaba atento para no perder una palabra de lo que decías. Luego te dije que esa canción (El Viejo) me gustaba, pero que me parecía que había una mejor en ese disco. Justo cuando estaba a punto de decir el nombre, me interrumpiste tomándome las manos y dijiste emocionadísima: “No digas… es De no olvidar”.
En ese momento mis ideas de no casarme nunca se desvanecían mientras tú sonreías. Casi sin palabras te diste cuenta que yo hablaba de la misma canción y en ese momento me abrazaste, pero no con un abrazo de esos que le das a alguien que no conoces, porque en realidad nadie abraza a un desconocido, fue un abrazo de emoción, tanto que me emocionó a mi también.
Para ese rato yo ya estaba sonriendo. Quería conversar más contigo, escuchar juntos todo el “Entre bichos y flores” o al menos que el viaje en esa sucia combi dure tanto como para no tener que bajar nunca y ser feliz ahí mismo, en ese asiento de dos para toda la vida; pero como una letra de La vela dice: “A veces la vida te da, solo pa’ quitarte”.
Y eso fue prácticamente todo, porque medio minuto después, tu le decías al cobrador que bajabas dos cuadras mas adelante; mientras al mismo tiempo me contabas que al día siguiente te ibas a vivir a Buenos Aires y que te emocionaba estar tan cerca de Uruguay, de donde son La Vela Puerca, para poder ir a verlos mas seguido.
Me diste un abrazo mas y mientras bajabas del micro me llegaste a decir: “Oye, porsiacaso también me gusta tu grupo, tu eres José, ¿no?, el de Peti”. Me quedé petrificado. Sonreía incredulamente con una expresión de asombro infinita mientras en mi cabeza te decía: “Te amo”.
En ese instante te vi bajar y comenzar a caminar por una calle mientras la combi ya avanzaba. Te seguí con la mirada por la ventana y vi que a lo lejos me regalabas un adiós y un beso volado con las manos. Sonreí el triple de lo que ya lo hacía.
Cuando deje de verte volteé para sentarme bien en mi asiento y ya había una señora sumamente gorda que prácticamente estaba encima mío y me asfixiaba. Nuevamente recurrí a los audífonos y, al poner play, La Vela Puerca siguió con su concierto personal para mí desde el mp3. Sonreí nuevamente y comencé a cantar con ellos: “José sabía que no puede ser, que esos amores no se pueden dar, que la vida es así, que te da solo pa’ quitarte”
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