El timbre sonaba incesantemente. Afuera de mi casa, Julio y Manuel caminaban y saltaban entusiasmados, excitadísimos, al borde del delirio, cual niños hiperactivos después de haber comido kilos y kilos de chocolates. Miré por la ventana de mi cuarto y les hice una seña para indicarles que salía en unos minutos.
Ya listo, pase por el cuarto de mi madre para despedirme y pedirle algo de dinero. Ella me dijo que esta vez no podría darme la misma cantidad que siempre, por lo que me molesté y empezamos a discutir. A pesar de estar peleando, note que estaba cabizbaja y triste mientras intentaba gritar para que la entienda.
Al verla así y darme cuenta de la estúpida reacción que tuve, me sentí un poco tonto y me senté a su lado. Ella, entre lágrimas y disculpas, me contó que a mi padre lo habían despedido esa semana, que por tener casi sesenta años era difícil que lo contraten en cualquier otro sitio y que no era que no me quisiera dar dinero, sino que tenían que cuidar lo que había en estos momentos porque posiblemente después nos haría falta.
Nos abrazamos un rato y decidí no hacer problemas. Cuando le pregunté por mi papá no supo que responder, simplemente dijo que hace días que salía y estaba consiguiendo dinero aunque ella ignoraba el cómo. En ese momento no le preste mucha importancia a lo que dijo y al ver el reloj sólo atiné en apurarme para salir. Me despedí una vez más y bajé las escaleras mientras mis dos orates amigos prácticamente violaban el timbre.
Al salir, Julio y Manuel estaban hechos unos locos. Su alegría desbordante se adormeció unos instantes al ver mi cara no tan entusiasta como la de ellos en ese momento. Me preguntaron si estaba bien, pero como los conocía poco tiempo pues recién estudiábamos juntos un par de meses, decidí no contarles nada y responder con un simple “estoy bien” y olvidar el asunto de golpe.
Llevando la procesión por dentro, caminamos como quince cuadras riendo y recordando todas las palomilladas que hacíamos durante la semana en la pre y, sobretodo, a la salida de ella.
Reímos de las veces que el señor que vendía sanguches afuera de la academia renegaba porque tirábamos piedras en la parrilla de su carrito sanguchero, de las veces que los profesores cancelaban clases porque reventábamos bombitas apestosas en el tacho de la basura o de las veces que tomábamos taxis para darles direcciones falsas y hacer taxi-fuga.
Miramos el reloj de nuevo y ya era hora de tomar un taxi para ir a la fiesta que tanto habíamos esperado durante toda la semana. Ellos seguían exageradamente entusiasmados, mientras yo, de rato en rato, pensaba en lo que me había contado mi madre. Me quedé parado en una esquina mirando un poste de luz, cuando Manuel de un grito me hizo entrar en razón y comencé a correr hacia el taxi que acababan de tomar.
Ya trepados en el asiento trasero del taxi, ellos comenzaron a hacer escándalo y fastidiar al taxista como era costumbre cada vez que subíamos a uno. Yo, sumamente distraído, apenas subí al auto pegué mi cara contra la ventana y me quede mirando como pasaban y pasaban los postes de la calle, con sus intensas luces casi anaranjadas, interrumpiendo por momentos el bullicio al interior del taxi.
Manuel y Julio la hacían todo tipo de preguntas indecentes al taxista. Estaba seguro que el señor estaba molestísimo porque ya nos habían bajado varias veces de taxis por hacer lo mismo. Apoyado en la ventana y aun viendo los postes ir corriendo hacia atrás nuestro, sentí un olor familiar, conocido, ya lo había sentido antes, no sabía donde pero estaba seguro que lo había sentido.
Cerré los ojos para tratar de recordar donde posiblemente había sentido ese olor cuando, de un codazo, Julio me hizo salir del ostracismo en el que había estado hasta ese momento y empezó a preguntar por qué estaba así, si es que me sentía mal o qué es lo que tenia porque actuaba muy diferente a lo que siempre estaban acostumbrados a ver.
Decidí olvidar por un momento los problemas, aunque en realidad estaba muy perturbado con lo que ocurría en mi casa. Mire por primera ves dentro del taxi y vi a Manuel y Julio tirándole papelitos al taxista, fastidiándolo, y el señor, sin hacer nada, sin voltearse, sin reaccionar. El gorro que llevaba no dejaba que se le vea el rostro. Me tiré un poco hacia adelante y lo único que pude ver fue su ojo derecho por el espejo retrovisor. Un ojo triste, avergonzado, apenado de ver lo que veía, de saber que por tener que trabajar de taxista, de repente tenia que aguantar el abuso por parte de estos muchachos malcriados.
Vi que me miró a los ojos y me sentí muy mal. Me senté hacia atrás en el asiento y trate de detenerlos pero no lo hicieron, es mas, me terminaron convenciendo de hacer los mismo que ellos y lo hice. Todo esto sin dejar de sentir la mirada de ese ojo derecho en ese espejo retrovisor. Comencé a tirar papeles igual que ellos, empecé a hacer preguntas sumamente incomodas, pateamos el respaldar del asiento muchas veces y no había reacción.
La conciencia me peso, me sentía mal, sentía que todo esto ocurría en cámara lenta; sin embargo lo seguía haciendo. Llegamos al lugar que habíamos pactado con el taxista y al grito de “taxi fuga”, bajamos corriendo sin pensarlo un segundo.
Después de cinco o seis pasos, en un pestañeo recordé donde había sentido el olor que había dentro del taxi. Me quede paralizado y giré la cabeza hacia la esquina donde el taxi aun estaba detenido.
Incrédulo observé ese carro en el que tantas veces paseé con toda mi familia. Caminé hacia el. Me asomé por la ventana y sentado frente al timón vi a mi padre.